“Una novela cortada a cuchillo” por Hache Pavón


El horno de Mauro Peverelli. Buenos Aires, Alción, 2015, 174 páginas.

Efectos del corte: sobre la prosa, fragmenta; sobre la imagen, multiplica; sobre la respiración, agita y, en todos los casos, genera zozobra. Con El horno, Mauro Peverelli nos somete a una experiencia de corte permanente. La misma novela, generosa, nos brinda una alegoría en cada porción de adobe que, luego de ser pisado y amasado en la cancha, debe ser cortado y vuelto a cortar, como la narración, antes de llenar los moldes, las formas definitivas de la historia. Cortar el tiempo en tres: 1987, 1956 y comienzos del siglo XIX. Cortar el espacio, Agua Blanca, en tres tiempos para que se vuelva otro en un ir y venir que dibuja y desdibuja, como la bruma, un pueblo plantado en una playa y en ese pueblo la vida y la muerte de varias generaciones de las familias Agostti y Lezica. Una imagen basta como confirmación:   

–El tipo viene y le dice, le pregunta: “¿Cómo se dice cuando una manzana es grande?” –Arturito apoya la carretilla, después la levanta y la corre unos centímetros para que no quede pisando la cancha.
Don Andrés sigue cortando, sin mirarlo; aprieta el pucho con los labios y llena los moldes.
–Está bien –le dice–; ¿queda algo de barro todavía o hay que esperar la tropilla? –No, algo hay todavía –contesta Arturito y sigue contando el chiste–: entonces este le dice: “Manzanón. Muy bien”, dice el tipo; “ahora dígame” le pregunta “¿cómo se dice cuando una pera es grande?” Y este le contesta: “Ah, no, no, no, yo en política no me meto, no quiero líos.”
Don Andrés sonríe, corta los ladrillos, después se moja las manos, y el banco, y vuelve a llenar los moldes. (21)

En esta escena, acaso, encontremos una clave de lectura: el carácter eminentemente artesanal de la escritura de Peverelli, que amasa, corta y vuelca su historia en moldes sintácticos particulares (ninguno replica a uno anterior). La escritura avanza en medio de un decir y un volver a decir, con variaciones discretas, fruto de la búsqueda de un tono, de un ritmo, en definitiva, de una lengua. Además, como en el chiste sobre Perón, en ese decir y volver a decir, hay un juego de alusiones, de hechos y hombres y mujeres que se bordean con palabras pero que no son nombrados de manera contundente, como si sobre ellos también pesara una proscripción.
El horno es, además, una novela de las orillas (del mar), que no pretende desplazarse hacia el centro (del continente o del contenido). Es la novela del General Lezica, de su destino completo y el de sus descendientes, que combatió junto al General San Martín pero que, definitivamente, no ocupa ni ocupará un lugar en “la historia” junto al “padre de la patria”. El gesto de Peverelli, un tanto borgeano, es colocar esa vida en primer plano, trasladar la lente de la cámara hacia Agua Blanca y buscar “al primer Lezica”, al mítico fundador del pueblo, y buscar, también, a una serie de personajes menores, Arturito y Don Andrés por ejemplo, artesanos o artistas del adobe, para devolvernos otra parte del drama nacional. Esta ubicación, lateral, refuerza la convicción poética, que se reitera una y otra vez y representa la figura del escritor como la de un alfarero:

Hay algo que, siempre, le parece raro en el movimiento de las manos, una extraña delicadeza, el modo de acariciar el barro o de dar vuelta los moldes y desprender los adobes, algo, no alcanza a darse cuenta de qué se trata pero es algo que contradice, de un modo rotundo, tajante, la rudeza del carácter o de la vida que lleva cualquiera de las almas en el horno de ladrillos. (22) 

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