Presentación cruzada de Geometría o angustia y Círculo polar [por Diego Bentivegna y Jimena Néspolo]
Reproducimos algunas ideas vertidas durante la presentación cruzada de Círculo polar (Santiago Arcos, 2017) de Jimena Néspolo y Geometría o angustia (Pre-textos, 2016) de Diego Bentivegna. El encuentro se realizó el miércoles 24 de mayo en la Feria del Libro de Pilar (Predio Piané, H. Yrigoyen y Vuelta de Obligado, Pilar centro), a las 18 hs.
Jimena Néspolo:
Geometría o angustia (2016), el
tercer poemario de Diego Bentivegna, encuentra su título en una expresión de
García Lorca, colocada como epígrafe de la segunda parte del volumen. El
trastocamiento es leve, pero capital: la “y” copulativa de Federico se expande en
una “o” adversativa que también puede funcionar –sabemos– como adición o
titubeo sobre el primer término, pero poniendo un reparo, porque no se trata de
amontonar palabras como cuerpos sino de encontrar un diseño en el espacio: una
geometría. Es Civilización o barbarie.
Y es Geometría o angustia… lejos,
pero no tanto, de Geometría del amor,
ese volumen de relatos de John Cheever, el escritor norteamericano que encontró
en sus ficciones de pareja de mitad del siglo XX el vórtice desde donde
interrogar el gran teatro de las emociones humanas.
La
expresión de García Lorca, “geometría y angustia”, se encuentra en una
conferencia pronunciada a su vuelta de Nueva York, cuando afirma que “los dos
elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana
y ritmo furioso. Geometría y angustia –dice Federico, en Barcelona, en 1932–.
En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando se observa
el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina
juntos, se comprende aquella trágica angustia vacía que hace perdonable por
evasión hasta el crimen y el bandidaje”. Son los años en que Federico gesta Poeta en Nueva York (1940), un poemario
de quiebre en su obra –donde los motivos de color se abandonan en pos de una búsqueda verdadera de sí.
Pero el
trastocamiento de la expresión, por parte de Diego, opera no sólo sobre la producción
lorquiana sino también sobre las apropiaciones posteriores. Puesto que –como se
recordará– en 2012 aparece la antología de Julio Neira Geometría y angustia. Poetas españoles en Nueva York, que recoge el
trazo de otros poetas que han posado su mirada sobre la gran ciudad moderna.
Es que Nueva York es la urbe donde el siglo XX, “el siglo de la Bestia”
–según dijo alguna vez Alain Badiou–, el siglo de la máquina y de la guerra, asume
su rostro más despiadado. Porque es también el siglo de los desplazamientos
masivos, en que los Estados intervienen de un modo policial y “productivo” para
generar mecanismos de extranjerización, desnaturalización y, también,
asimilación.
De ese
sujeto colectivo, que ha sufrido la pérdida de una ciudadanía y la adquisición
de otra, habla la poesía de Diego para ponerle nombres y rostros, como si
navegara a contracorriente de la historia, o elaborara pequeños camafeos y se
los colgara al cuello. Rastros de una memoria colectiva que es a la vez íntima.
Allí está Vittorio, “El niño expósito”, un poema bellísimo de la serie de Las reliquias (2013), y están Doménico, Rosaria y Santina –los abuelos a quienes está dedicado el libro–
cuyas figuras emergen para mezclarse con las de Pound, Montale, Dante o incluso de Rodolfo Walsh.
Quizá el gran núcleo temático de la poesía de Diego sea la “guerra”.
La vivencia de la Primera Guerra Mundial, por parte de los abuelos, en Las reliquias, se proyecta como espectro
y condena en la segunda parte de Geometría,
donde encontramos un conjunto de poemas que circunscriben el territorio de la infancia
a la experiencia del conflicto de Malvinas, vivido como fascinación y juego, como
proliferación ficcional de la apuesta heroica y viril.
En algún lugar encuentro un libro con imágenes
sobre kamikazes en la guerra del Pacífico.
Son los hijos del viento. Por algún motivo
me atraen esos diminutos aviones japoneses. Sobre todo
me detengo en las fotos de los más ligeros.
Son los Mitsubishi Zero. Los aprecio
más que los Stuka que caen en picada sobre
las llanuras de Polonia, más que a los Fiat
de la guerra de Etiopía y la de España,
más que a los pesados bombarderos americanos
que atraviesan los cielos de Europa
en las películas de los sábados.
(Geometría…, p. 63)
Es que vivimos en estado de guerra permanente, en “estados de
excepción” donde la infracción es norma y el delito, Ley. Los poemas de Diego se
hacen cargo de las ideas que Giorgio Agamben desarrolla a partir de Hannah Arendt para
pensar a los refugiados en términos de vanguardia, al sugerir que la misma
existencia diaspórica de estos sujetos en los Estados industrializados colocan
a todos los residentes en situación de éxodo o de refugio, poniendo así en
crisis la idea misma de Estado-nación.
El yo poético de Diego se trata de un yo que elige posicionarse en
las zonas liminares, transita los lindes interculturales para desde allí
criticar la trinidad de Estado-nación-territorio. La experiencia del exilio y la
desconexión de la comunidad de origen, el protagonismo de sujetos migrantes,
atravesados por la vivencia de la guerra y convertidos en despojos de la
historia: estos poemas hablan de “todos mis muertitos”, hablan del momento en
que el estatus de ciudadano se quiebra y se desmorona en una sucesión de
alteridades que sólo pueden pensarse en y desde la locura y la “frontera” –que
es la palabra con la que culmina el poemario Geometría o angustia.
Hay en la vocación ensayística de Bentivegna una crítica a la razón
domesticadora –pienso en su ensayo El
poder de la letra. Literatura y domesticación, donde prima la crítica a una
concepción depotenciada de lo literario (a partir de la lectura de autores canónicos
de la historia literaria argentina del Centenario), esa que se deja
“domesticar” por la maquinaria estatal–; en lo poético tal gesto pareciera camuflarse
en determinados tópicos (la escritura como reino de la infancia, por ejemplo) y
en la apuesta por una lengua excéntrica capaz de permearse de diversas tradiciones:
la argentina, la hispanoamericana, pero principalmente la italiana, que Diego ha indagado como traductor de Pasolini, de Gramsci, y también de la poesía
italiana actual.
Si es cierto que todas las identidades son múltiples y las cristalizaciones son atajos
de la muerte, la figura del niño hospitalizado con electrodos en la frente que abre
el último poemario de Diego Bentivegna se vuelve evidencia tangible de que la lengua
es un territorio frágil e intenso de disputa entre el sonido o el silencio, entre
la infancia o la adultez, entre cuerpo o razón, fe o blasfemia: geometría o angustia.
Diego
Bentivegna:
Círculo polar
(2017) es la segunda entrega de la saga que Jimena Néspolo inició con Episodios de cacería, publicada por
Santiago Arcos en 2015. Como la primera entrega de la serie, Círculo polar gira en torno a una
personaje femenina, la joven Artemisa. Si en Episodios de cacería estamos frente a una confesión ante un tribunal –articulada en
primera persona, en cuatro partes– que, por algún motivo, la está juzgando, en este caso la personaje pasa un período extenso de expiación en un
lugar de encierro enigmático en una zona nórdica del orbe (es la expresión que el propio texto adopta), un
lugar no del todo determinado, llanura o estepa, que se parece demasiado a la
Rusia de los zares, de Stalin, de Dostoievsky, del gúlag, en fin, al territorio
simbólico asociado con el destierro político y con las grandes deportaciones.
La
condición de lo viviente, su estatuto de suspensión ante la ley, parece ser la
zona que la saga de Néspolo quiere explorar con mayor insistencia. En este
punto, pese a la ausencia de marcas partidarias explicitas en su superficie, su
apuesta es eminentemente política. Incluso, por los derroteros críticos en los
que se ha internado Jimena desde sus años mozos, es decir, desde sus intervenciones
en torno a obras relativamente marginalizadas en el campo del canon de la
literatura argentina (como su estricto estudio sobe la literatura de Antonio Di
Benedetto), puede arriesgarse que la propia existencia de esta saga –tal como
viene desarrollándose al menos en sus dos primeras entregas– es un modo concreto
de responder la pregunta sobre cuáles son las condiciones para que una
literatura explícitamente política tenga lugar.
La
respuesta, una de las respuestas posibles, que da Néspolo a ese interrogar
consiste en retomar las potencialidades complejas de la palabra en la prosa,
pero de alguna manera corriéndola. Horadándola, haciéndola salir de su cauce.
Dislocándola, haciéndola discurrir, sacándola de género. En efecto, no creo ni
que Círculo polar ni que Episodios de cacería sean, en sentido
lato, “novelas”. Son más bien formas simbólicas enrarecidas, como la forma
“romance” que Richard Chase identificó en su momento (La novela norteamericana, Sur, 1928) como sostén de la literatura
norteamericana: formas que potencian la palabra narrativa, confrontándola con otros
géneros, haciéndola chirriar con la palabra del ensayo y con la palabra de la
poesía.
En
Círculo polar, como en los buenos
romances de los que hablaba Chase, todo está desplazado. De la llanura rusa a
la estepa, de las cárceles bonaerenses a La Fortaleza, de las tribus suburbanas
a los nómades del desierto. Ese corrimiento produce uno de los efectos más
notables de la serie: su condición alegórica. Hay, pues, una serie de indicios
de espacio y de tiempo que remiten, al menos para el lector argentino, a otra
cosa. Hay una serie de nombres que pueden leerse como cifras que deben de
alguna manera ser desentrañadas. Hay una construcción narrativa que remeda,
reconstruye, exhibe y a la vez desplaza otro relato.
La
presencia de Pizarnik y de toda una línea de la poesía argentina es un tensor
fuerte en la primera entrega. En el caso de Círculo
polar la prosa aparece hendida por un discurso que no dudaría en llamar
crítico. Me refiero con ello a un discurso que se nutre, en parte, de una serie
de estímulos teóricos que, tanto en Néspolo como en otros escritores de su
generación, operan no sólo como orientadores de pensamiento sino también como
generadores de textualidad. Las formas de subjetivación a las que es sometida
Artemisa a lo largo de Círculo polar,
el lugar en el que se instala entre las sociedades de control y las sociedades
informáticas, el tatuaje biopolítico, la vida desnuda, el campo como paradigma
de la política contemporánea: todo el relato se escande de pulsiones teóricas.
Jimena ha leído con provecho a Michel Foucault, a Gilles Deleuze y, sobre todo,
en los últimos años, a Giorgio Agamben, y en lo que escribe sus huellas son
determinantes.
Un
último punto que me gustaría señalar está relacionado el trabajo sobre la
superficie del texto, con los recursos gráficos y, en última instancia, con la
lengua. Hay, en este sentido, otra opción claramente política que Jimena pone
en juego en sus prosas. En Episodios de
cacería el estilo aparecía marcado con una raya sobre algunos términos: el
estilo era una forma de lucha contra el texto y un ejercicio de supresión. La
superficie textual de Círculo polar
es, en comparación, aparentemente más calma. Sin embargo, en el plano de la
lengua hay en la última entrega una lucha implícita que debe ser resaltada. La
lengua de Círculo polar no es una
lengua mimética de los diferentes registros y variedades del habla de Buenos
Aires, y no podría serlo, seguramente, en una obra que se desplaza en relación
con ese espacio. Tampoco es la lengua neutra de todo un sector de la literatura
argentina que se piensa en relación con sus posibilidades de circulación en el
mercado hispano, que admite, a lo sumo, el voseo y otras mínimas marcas de lo
local.
“Otra
superficie punzante se asomaba, zahiriendo el taco lingual con su presencia. La
espinilla que se asomaba era más flexible que la anterior…”. Todo el fragmento
se pone en juego estilísticamente en el operar recurrente de las consonantes
líquidas, en el andar de las sibilantes y en el carácter apenas extraño del
léxico (“zahiriendo”; “lingual”, "espinilla”). El trozo que elegimos vale como
muestra del todo. La apuesta de Néspolo es la apuesta por una dicción
ligeramente dislocada, sutilmente corrida, levemente enrarecida, como la del
mundo ficcional que Círculo polar
construye.
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