“Sobre la mismidad del otro y la ajenidad del yo”, por Carolina Bartalini

Correspondencia. Mario Levrero y Francisco Gandolfo. Edición de Osvaldo Aguirre. Rosario, Iván Rosado, 2015, 216 págs.


“Yo es otro” le responde Francisco Gandolfo a Mario Levrero en una carta sin fecha, la única no datada del volumen que reúne la correspondencia que estos escritores mantuvieron entre los años 1970 y 1986. A pesar de esta ausencia crono-gráfica, es posible deducir velozmente que es una inmediata respuesta al texto enviado por Levrero en mayo de 1970, en el cual cuestiona el abuso de la tercera persona en un cuento enviado por Gandolfo para su observación. Gandolfo, por su parte, empecinado en esta óptica –que venía experimentando en su reciente incursión en la prosa–, remata con el peso de la cita de autoridad y le hace decir a Rimbaud algo que parece olvidarse cuando uno lee textos de corte autobiográfico: “Yo es otro”.
“Nos equivocamos al decir ‘yo pienso’, deberíamos decir ‘me piensan’”, arengaba el poeta francés en una carta dedicada a Georges Izambard, en mayo de 1871, casi exactamente cien años antes del diálogo epistolar entre Levrero-Gandolfo que abre la Correspondencia. La tercera persona se vuelve “más clara y desprendida que la primera” para Gandolfo, quien se transforma en “El otro” cuando firma esos cuentos aludidos. Por su parte, Levrero fluctúa en consignarse como Mario, Jorge, Mario Levrero o Jorge (Mario), y así le responde Gandolfo, alternando la nominación, en una constante con variaciones que expresa la gradualidad e intensidad del vínculo a lo largo del tiempo. Las firmas, y las dedicatorias, se vuelven un código inventado que opera como marco pero a la vez cohesiona el diálogo como una instancia otra, que excede la individualidad de cada ejemplar y convierte al libro en un texto único, relato de un proceso que es íntimo y éxtimo a la vez.
La correspondencia reunida por Osvaldo Aguirre permite recomponer, como sucede muchas veces con los textos autobiográficos de escritores o artistas, una suerte de biografía generacional, aunque en este caso habría que decir que recupera una zona no tan conocida de las letras río-paraná-platense, una zona marginal, alejada de las luces del mercado editorial y los círculos porteños de reunión intelectual, pero no por eso menos intensa y prolífica. Ambos, Mario Levrero y Francisco Gandolfo, se mueven en la periferia: un Montevideo desolado descrito por Levrero: “aquí por fortuna, no hay nada parecido a ese grupo de escritores y sus consecuentes despelotes. Ni siquiera hay escritores”; y un Rosario candente cuyo horizonte literario Francisco Gandolfo y su hijo Elvio se empeñaron en crear y difundir (con la revista El lagrimal trifurca, la serie de plaquetas-libros de la colección El búho encantado, así como con las reuniones del GER –Grupo de Escritores Rosarinos– y sus propias publicaciones auto-editadas). A lo largo de las cartas –que recuperan sus trayectos literarios y personales–, llegada la década del ochenta, ambos se observan fortalecidos en su relación y en su creación. Se reconocen mutuamente en las demostraciones de extraños y el sobreentendido deja de ser “la pena del escritor solitario” para convertirse en cierto asombro por ser leídos y apreciados: “Homenajeaban al poeta Luis Luchi, que venía de visita de España, muy desmejorado por el alcohol y el faso y el sufrimiento de su auto exilio. Tenemos la misma edad (60 pirulos) y estos boys nos aprecian como a troesmas” / “De vos me he enterado que vas a ser un autor bilingüe, traducido al alemán, además de salir el año pasado con mucha pinta en revistas porteñas”– le dice Gandolfo a Levrero en junio de 1982, aludiendo a las traducciones de “Capítulo XXX” y “Caza de conejos” por Bernard Goorden.
Recuerdo una célebre frase de Mario Levrero, repetida varias veces de distintos modos, en la que alude al realismo de su obra: “yo nunca he escrito nada que no haya vivido”, responde a la pregunta de Luis Pereira sobre la literatura fantástica, y agrega “a ese vivido si querés ponele comillas. Las cosas que escribo las vivo interiormente”. Algo que se aprende luego de sumergirse en el enrarecido realismo levreriano es que los a prioris son obsoletos, o al menos, cuestionables de por sí como modo de lectura. Tendemos a considerar –por exceso de realismo– que la literatura es producto de la vida, como una consecuencia causal,  pero no tendemos a pensar que la relación pueda ser inversa, que la literatura –en su amplio espectro de escritura, lectura y forma de vida– cree la vida del escritor –y del lector. Lo que afirmaba Levrero puede ser un territorio interesante para situarse frente a la lectura de la Correspondencia: las cartas no son el espacio donde encontrar “respuestas reales” a los espacios “oscuros” de los relatos y los poemas, como se suele acceder a los textos autobiográficos, sino una zona de culminación, una extensión en la cual se percibe la dimensión corporal de la literatura en la vida diaria.
Las cartas, como género, abren lo íntimo a la mirada extraña, la dimensión cotidiana de la literatura al mundo de la Literatura, se muestran con el halo de la autenticidad y adquieren valor en esa esfera, la de la exposición del universo íntimo. Sin embargo, a pesar de sus modos de circulación original y sus movimientos de lo privado, las cartas pueden ser leídas como literatura, no habría motivos para pensar que no hayan sido escritas con ese rigor, o que deban –necesariamente– ser evaluadas con el criterio de lo verificable. Quien busque “respuestas” en este texto (sí, es un texto, especialmente dialógico, pero un texto al fin) encontrará “respuestas”. No creo que el placer o la lectura literaria –que viene a ser lo mismo– tenga que ver en absoluto con eso. Tampoco con el morbo del voyeur que revisa a escondidas los textos ajenos, en tanto que una vez publicada la correspondencia ese encanto lamentablemente desaparece. Tal vez la cuestión sea más sencilla: quienes gustan de la prosa y la poesía de Mario Levrero y de Francisco Gandolfo encontrarán en esta Correspondencia una zona más donde disfrutarla. Por el contrario, quienes gustan del chisme no encontrarán un material gratificante. Al menos en el caso de Levrero son “más chismosos” (más íntimos) otros de sus textos sin que por eso dejen de ser Literatura. Me arriesgo a afirmar que con los poemas de Gandolfo sucede lo mismo. La distancia radica en la edición. Todo lo que se publica deja de ser propio: “El yo es otro”.
  

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