“El azar de la digresión”, por Marcelo Damiani

A la santidad del jugador de juegos de azar, de Héctor Libertella. Buenos Aires, Mansalva, 2011, 92 págs.

A la santidad del jugador de juegos de azar de Héctor Libertella es una bella apuesta sacro-lúdica. Esa dedicatoria elevada a la categoría de título ya parece aludir a un cierto lugar que la ficción ha ido perdiendo poco a poco. Frente al empobrecimiento de la producción literaria, como sostiene Julio Premat, y a la transformación del libro y la figura misma del escritor en mera mercancía, es quizá el escritor de culto uno de los pocos que aún hoy mantiene viva la esperanza de que sea dicha esa palabra sagrada, que quizá le atribuiría algún sentido al mundo, y renovado valor a nuestro empobrecido lenguaje. Pero esta sacralidad está fuertemente cuestionada por el tono juguetón que atraviesa el libro. Así, Libertella lleva adelante su propuesta por medio de un doble juego de seducción (lúdica) y postergación (infinita) del sentido final, como ese perverso tipo de jugador que no busca ganar, sino mantener un extraño (y acaso aristotélico) equilibrio. También hay, como siempre en Libertella, una necesidad de proyectar la falta fundamental sobre la que se cimenta todo lo real. El libro tiene un capítulo fantasma, “Góngora. Nada de lo humano”, sólo presente en el índice, y que funciona como una suerte de agujero negro que por momentos amenaza con tragarse el libro entero, como si se tratara de una versión literaria del famoso truco de magia (aunque en este caso, por cierto, no habría ningún truco): El acto de desaparición (nada por acá, nada por allá). El único acto que todos, tarde o temprano, estamos obligados a representar.
En este sentido, “Desimone. Fobia y placer”, es un texto emblemático. Allí, con ecos borgeanos y alusiones casi herméticas a cierto líder político nacional (¿Vandor?), Libertella construye en pocas páginas la historia del lobo Desimone, “jefe de gobierno, dueño de la política italiana”, que “ha elegido vivir en una celda” y que cuando “muere de muerte natural en Roma, en 1955, y abren su celda, claro, él ya se ha ido”. El gesto de Desimone (elegir su propia reclusión, desaparecer), como bien sugiere Martín Arias, parece deslizarse del hermetismo a la histeria, porque el encierro, antes que nada, es la sustracción del cuerpo al goce del otro.
A la santidad…, por último, es también una suerte de homenaje a Historia universal de la infamia de Borges, pero curiosamente ideada (o mejor, dictada) por Macedonio Fernández, y acaso transcripta por un amanuense distraído, decidido a arrojarse a los encantadores brazos de la digresión.

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