"Desde la mirada ajena", por Rosana Koch

Desalmadas, de María Martoccia. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2010, 217 págs.

Mujeres desalmadas, voces femeninas que transcurren acompasadamente en un protagonismo equilibrado en la falta de conciencia como decisión propia, dotadas de una crueldad que desemboca en el espejo de las miserias compartidas: “–Sos una desalmada, pero igual tenés razón… –asiente Luisita, una anciana de facciones mucho más delicadas que Marta y sin las enormes pecas color café–. Aunque no sé cómo vamos a hacer para trasladarla, apenas la muevo, grita como una condenada… (…) A veces le pongo la almohada encima.”
Después de Caravana (cuentos escritos por la autora durante sus viajes por diferentes culturas), María Martoccia elige las sierras cordobesas que son el escenario concreto donde la descripción detallada de la tierra tiene una significancia inusual. Sin embargo, el rigor formal de la narración, de intensidad poética constante, impide encasillar a la obra en un costumbrismo realista.
Desde la semántica de la significación, donde las metáforas contribuyen a la conformación de los conceptos más abstractos, el título de la novela (Desalmadas) tiene mucho que ver con el esquema centro/periferia: parasíntesis indisoluble entre subjetividad/objetividad o ubicación en los márgenes al presentar a los personajes a través de su corteza, en las afueras del meollo, del corazón. Así se presenta este peregrinaje de personajes pincelados con una precisión incisiva de registros diversos que fluyen en el ritmo constante de la prosa; son estos registros los que demarcan la situación periférica de una ubicación salvaje: “ (…) se afirma en la tierra incapaz de producir otra cosa que no sean cactus y malezas” o ”Le hubiera tocado otro destino de haber nacido en un lugar con más posibilidades”.
Centro y periferia, metaforizados en los diálogos de mujeres del campo y la ciudad, convergen en el viaje, palabra que va más allá de considerarse como puro desplazamiento, sino como una experiencia que cruza la frontera y borra simultáneamente la comparación entre interior y exterior. Este punto de contacto es convertido por la autora en un espacio existencial en donde se construye, en una mezcla de historias que finalmente se encuentran, el mundo ficcional de esta novela: la esperanza de una madre para que su hija recupere la cordura perdida (“–Qué sé yo… El doctor Etcheverry sabrá por qué lo hizo, pero yo te hubiera llevado al mar. A un  lugar con más vida. Más animado. No puedo pensar que una suicida se recupere aquí…”); la ilusión de dos hermanas de cobrar las tierras de su otra hermana moribunda para vivir más holgadas económicamente (“El abogado dijo que no hay otra forma de cobrar el dinero… Hay que viajar a ese pueblo de morondanga y agilizar los trámites de la venta del terreno…Ella tiene que firmar. ¿Qué querés hacer? Ya no nos queda un peso. Total a Quinina no le debe faltar mucho… Da lo mismo que se muera en un micro que mirando el techo con las uñas pintadas de rojo.”); una joven codiciosa que guarda para sí un asesinato para heredar lo que no le es propio (“En la escritura dirá Rosario Ceballos, y con eso basta y sobra para que la tierra sea mía"); una vieja curandera del lugar (“–Ya sabía que la muerte de Víctor Corona te traería por aquí… ¿Qué te creés? No te ibas a salvar de consultarme, por más comisario que seas…”).
En ese espacio existencial se presenta la voz de Melina, “la loca”, quien íntimamente se percibe como la “menos extranjera” de este viaje ficcional: “La única posesión es caminar hacia la nada”, “Yo no quiero escribir, detrás de las palabras está el miedo más grande del mundo”. Junto a esas voces femeninas, se integran las de los hombres, presos de un determinismo geográfico trágico, propio a esas tierras secas de destino: el remisero Ordóñez, el Cabra, el comisario Julio, Sergio.
María Martoccia en esta novela logra atrapar al lector con una voz sigilosa y trasladarlo a un mundo donde “la literatura permite muchas vidas”.

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