"Piezas breves, piezas de resistencia", por J.S. de Montfort

Tríptico & Santos que yo te pinte, de Julián Rodríguez. Madrid, Errata Naturae, 2010, 48 y 64 páginas.

La obra del escritor español Julián Rodríguez (Cáceres, 1968) comprendía hasta el momento dos vertientes bien diferenciadas. De un lado la parte estrictamente ficcional formada por las novelas Lo improbable (2001), Ninguna necesidad (2006, Premio Ojo Crítico de Narrativa) y La Sombra y la Penumbra (2002). Del otro lado, está la parte autobiográfica que él engloba bajo el título “Piezas de resistencia”, y que se compone de Unas vacaciones en la miseria de los demás (2004) y Cultivos (2008). Todas ellas publicadas por la editorial Random House Mondadori.
En 2010 inició un nuevo ciclo que lleva por nombre “Piezas Breves”, textos mínimos que se han venido escribiendo y (re)escribiendo durante los últimos diez años y que ahora la editorial Errata Naturae nos presenta en su forma definitiva con los títulos de Tríptico (compuesto por tres relatos ligados) y Santos que yo te pinte (un único relato). Ambas narraciones toman la forma de la autoficción, entendida ésta como aquel método que procede incrustando detalles poéticos en lo biográfico, permutando lo personal no tanto por lo imaginativo como por lo soñado, lo ambicionado y lo deseado. Y, con ello, vendría este nuevo ciclo a representar una –posible- simbiosis de los dos anteriores: el biográfico y el puramente ficcional.
Tomando las ideas de Ludovico Dolce, diríamos que Julián Rodríguez cuenta en estos textos con una voz que pinta, tanteando los trazos, con unas cerdas gruesas y severas, casi primitivas. De aquí la calificación ambigua de Tríptico, que viene de las artes visuales, pero que se adapta con facilidad a la literatura; y que podría significar un puente intermedio entre el troquelado de la poesía visual y el monólogo teatral. O en otras palabras: Duras y Brecht.
Los trípticos (en las Bellas Artes) se componen de una pieza central –aquí con dos personajes enfrentados (él y ella)– y con los ecos de uno y otro a ambos lados, cerrando la posibilidad de huida, replicando o sufriendo los oleajes del naufragio. Las partes de la izquierda y de la derecha (el primer y el tercer relato que componen Tríptico) son variaciones menores del tema central: la fiesta de inauguración del piso de la pareja al comienzo (“Rojo y gris”) y la soledad del abandono (“La luz y las polillas”) al final del libro. Ambos retazos o tránsitos nos son contados por la voz de la amada. El punto central (“La librería”, el segundo relato) recoge la historia de amor de los dos personajes (la amada, el amante), dibujada con el esquema de dos voces, de manera diacrónica. Y con el intercambio simbólico de una biblioteca como signo de apropiación del discurso.
La narración en Tríptico se articula con la sinuosidad de la anadiplosis (la repetición de un tema que sirve de testigo continuador de la carrera), complementándose las voces como en escenas cinematográficas de picado/contrapicado. Con ello, la historia central viene adietada con el lazo de las dos historias menores adyacentes, en una perfecta circularidad anafórica. Donde Tríptico sería algo así como “las escenas (válidas) del amor”, Santos que yo te pinte es su réplica, configurando “las voces (posibles) del amor”.
En Santos que yo te pinte se intenta dar cuenta de la vida pura que crean las palabras, “más necesaria que una verdadera”. Una especie de soliloquio en el que, igual que en la obra del italiano Buffalino, la voz se va  prostituyendo en tanto que ensaya una armonía de timbre, tono y melodía a base de “variantes del mismo discurso”. Asistimos así a la creación de un coro de voces en directo. En secuencias no simultáneas, pero tampoco específicamente lineales. Lo que da como resultado una escritura sensorial que no se ciñe a ningún cronotopo (a pesar de que el receptor a quien se dirige la enunciación sea el hermano del protagonista), sino que está al servicio de la multiplicidad del contenido léxico de los enunciados (la anfibología). Diríamos que la historia (aunque deberíamos hablar más apropiadamente de contenidos) de Santos… es la de “una memoria que va deshilachándose”, ejercicios elegíacos que vienen como resultado de esos “deberes queunonopuededejarenelolvido” (sic). Un mundo inventado en cuya diégesis participa activamente el lector, rellenando los múltiples silencios, añadiendo su propia voz al coro formado por la dispersión de una voz única que puebla el relato.
La importancia de las obras reseñadas radica en que justamente sus alardes técnicos permiten que la obra fluya sin filtros y que la emoción apasionada llegue en línea recta desde cada una de las palabras del escritor al corazón del lector. Cosa nada frecuente en la narrativa contemporánea y que, por ello, debería ser recibida con el alborozo y la excitación –lectora– que merecen.
En ellas, Julián Rodríguez, dialoga con su obra anterior, una obra necesaria y felizmente imperfecta (por ser auténtica), como impreciso –pero radicalmente nuevo–  viene siendo el lenguaje que la sustenta.

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