“Mantener a raya a los muertos”, por Mauro Peverelli

Apostoloff, de Sibylle Lewitscharoff. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, 338 páginas. Traducción de Claudia Baricco.
En un viaje por Bulgaria, que comenzó siendo parte de un cortejo fúnebre algo extravagante para repatriar los restos de su padre y de otros compatriotas exiliados, y que partió desde Alemania y atravesó varios países, dos hermanas son guiadas por un chofer búlgaro, allegado a la familia, que se ofrece a hacerles conocer las bondades de aquel país y de su historia. Después de terminados el cortejo y las ceremonias, y desde el asiento trasero de un automóvil pequeño, la hermana menor, que es quien cuenta la historia, empezará con una especie de raid narrativo en el que se irá destacando una mirada de permanente hostilidad con todo cuanto se va presentando en su camino: los parientes, los fallidos paisajes búlgaros, la relación con su hermana y con su madre. Hay, entonces, en todo cuanto se enfrenta la voz narradora, una primera hostilidad que a la vez le sirve para forzar los límites de los objetos y las circunstancias a describir. Detrás de esta primera mirada, generalmente arbitraria, casi como la de un niño caprichoso, emergen las posibilidades de una exposición cuya riqueza va empujando aquella voz a estamentos mucho más honestos, y donde la verdad es siempre un compuesto hecho de incertezas y de incertidumbre. Por momentos, y siempre con una engañosa malicia, la narradora se irá involucrando con sus acompañantes, en una minuciosa competencia por la potestad de los puntos de vista, sobre todo en las apreciaciones sobre la patria de su padre. Así, después de haber transitado el enojo, el fastidio por un pasado búlgaro que, a la vez que rechaza comprende que es también constitutivo de su persona, la voz de la narradora se hace cargo de aquella identidad y ofrece, gracias a la exacta distancia de observación que le permite esta enemistad con su pasado y el de su padre, una excepcional exactitud sobre algunos aspectos de la idiosincrasia búlgara: “Recordamos la tendencia búlgara a creer en los rumores –en sistemas de apuestas infalibles, dietas milagrosas, conspiraciones, OVNIS, el abracadabra de la astrología– y a divulgar este tipo de cosas señalando con el dedito y levantando las cejas.” O: “¡El secreto y la conspiración, la enfermedad de los búlgaros! Regalo de los padres de rumorosas cabezas, regalo de las parloteantes madres de voces agudas a sus hijos, desde los siglos. (…) La parentela de Sofía volvió a proveernos siempre, una y otra vez, de pruebas frescas de esta enfermedad. Lo que más excitaba a esos cerebros que vivían al acecho de conspiraciones era el tema de la muerte de nuestro padre.”
Como todo relato anclado en gran medida en la Europa del siglo veinte, el telón de fondo no evade nunca una visión de la historia de este continente en la que sobresalen el nazismo, la posguerra y las divisiones y los efectos producidos en Bulgaria por su reciente pertenencia al campo socialista. Como casi todos los países que han sufrido guerras, ocupaciones, traiciones políticas, pérdida de territorio, la Bulgaria del presente emerge, en el relato, como un pueblo que niega su pasado reciente: “Los últimos setenta años parecen no resultar muy adecuados para adornos de fantasía. Bulgaria tal como es casi no existe en la cabeza de los búlgaros. Sólo sus cuerpos están atrapados dentro de ella.”
El padre de las hermanas se suicida en su consultorio cuando ellas son apenas unas niñas, y el esfuerzo de la narradora está puesto en hacer notar que ese hecho, ese episodio trágico es el que detona, haciéndose carne en las particularidades del carácter y la personalidad de cada una de ellas, una forma de apreciación del mundo; la de ella es esta hostilidad, esta capacidad para valerse de un odio acotado que le brindará, a lo largo de la vida, una distancia y una perspectiva con las cuales ponerse a salvo de la capacidad del pasado de herir a las personas: “Los muertos esperan que llegue su hora, vienen en persona y no sólo en el negro pantano de la noche. Pero yo mantengo fríos los ánimos. Como sea he logrado vivir más que nuestro padre y una vida más agradable que la de nuestra madre. No, pienso, no es con el amor que se puede mantener a raya a los muertos, sino sólo cultivando un sano odio.”

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