“Elogio del experimento (trunco)”, por Jimena Néspolo

Zonas ciegas. Populismos y experimentos culturales en Argentina, de Graciela Montaldo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, 185 págs.

Pensar las problemáticas culturales en términos de “centro/periferia” nos condena a un estatismo histérico y circular próximo al que incurre la racionalidad psicoanalítica y su par “Ley/transgresión”. Son categorías, ficciones del Logos –diría–, que se suponen y retroalimentan al infinito, e incluso más allá, y cuya evidente paradoja es que empujan al pensamiento a una zona pantanosa (¿“ciega”?) de la que a lo sumo se puede esperar un enroque –esto es: que la transgresión se convierta en Ley, o que la periferia se autocelebre como centro. 
Pues bien, llegados a este punto podemos ir por más. Y es lo que intenta hacer Graciela Montaldo en este volumen que reúne siete ensayos gestados en los últimos años. Su reflexión es amena, sagaz y erudita, e invita –creo entender– a desquiciar algunos supuestos con los que cierta tradición intelectual, europeamente etnocéntrica, ha pensado (y piensa) de manera paternalista la modernidad latinoamericana y, más aún, sus “nuevos populismos”.
Montaldo comienza por problematizar aquellos binarismos que el arte moderno puso en escena, a través de una actitud de simultánea distancia e interés: arte y mercado, artistas y público, propio y ajeno, estética y política. Para ello analiza distintas intervenciones culturales (“experimentos”), de fin del siglo XIX hasta el presente, que han tenido “consecuencias imprevistas” o que se han salido “de la lógica de la que preceden”, pero que se desarrollan en lo que llama la “escena populista” nacional. Así, de la mano de Ernesto Laclau (La razón populista, 2005), la crítica considera al “populismo” en tanto “razón” que nombra la lógica de construcción de lo político y del pueblo, y que en el caso argentino, y de otros países latinoamericanos, estaría en las mismas bases de la constitución del Estado-Nación. Puntualmente, el primer texto del volumen (“Nación: una historia de la incultura”), aborda la producción de los ensayistas positivistas de fin-de-siècle para los cuales fundar la nación era fundar una industria cultural y su público, por medio de la correlativa sanción de todas aquellas prácticas consideradas “incultas”. Así, “las masas no son ese sujeto prepolítico al que desprecian los teóricos europeos, en Argentina, poco a poco son la política misma” puesto que la nación nace y se teoriza como nación populista que, para existir, debe necesariamente sellar una alianza disciplinar con ellas. Es en este sentido que puede explicarse la intensa e interdependiente relación que han mantenido la “cultura” y la “política” en los procesos de modernización latinoamericanos, una intensidad que –en palabras de Montaldo– re-dirige y desvía el conflicto clásico del modernismo europeo (crispado y reordenado con las vanguardias): el populismo al reorganizar la escena política a través de mediaciones y representaciones que se renuevan modifica el discurso de los intelectuales y artistas modernos porque cambia su lugar en la dinámica social. En esta escena donde estética y política son claramente parte del juego del engranaje de poder institucional de la cultura, el populismo viene a impugnar –hoy quizá más que nunca– toda pretensión de “autonomía artística”.
En el artículo “La escena populista”, Montaldo se sumerge en las primeras décadas del siglo XX, para analizar El apóstol (1917), “el primer largometraje de animación del mundo” (¡antes que Walt Disney! –según la memoria cinematográfica argentina), realizado por Quirino Cristriani. Esta especie de sátira política sobre el presidente Yrigoyen, realizada por un inmigrante italiano, muestra cómo estética, política e industria cultural tempranamente, en Argentina, se entrelazan.
Por su parte, “La expulsión de la república, la deserción del mundo” es quizá el texto más polémico y arriesgado del volumen. Montaldo polemiza allí con las categorías de “literatura mundial” y “república mundial de las letras” (de Casanova y Franco Moretti, y sus intervenciones en la New Left Review), al preguntarse sobre lo que éstas categorías dejan ver y lo que ocultan, corriendo el eje de la reflexión de la Weltliteratur hacia Las cien obras maestras de la cultura universal –aquella serie que el intelectual guatemalteco Enrique Gómez Carrillo publicó desde Europa y para todo el mercado hispanoamericano de principios del siglo XX, como un modo de llevar las “grandes cumbres del pensamiento humano” a los nuevos sectores alfabetizados con pretensiones de ascenso social. 
Hay, con todo, una tensión irresuelta o, mejor dicho, ambivalente, a lo largo de los ensayos, y que se manifiesta claramente en el artículo final del libro; una tensión que se condensa en cierto deseo de autonomización del campo de la estética y la asunción de un protagonismo crítico un tanto problemático, en relación a la batería teórica que maneja (Rancière). Leemos en la página final: “Sin embargo, la relación que la estética mantiene con la política sigue siendo un problema que no es fácil sacar de la discusión pues es una de las zonas ciegas de nuestro presente. (…) Por ello mismo, la Argentina sigue siendo una cultura de la experimentación que no puede sino moverse en territorios de riesgo, en esas zonas que nos ayudan a percibir aquello que queda fuera del campo de lo visible.” En esta coyuntura, el lugar crítico invocado es el de un ejercicio reflexivo que venga a arrojar luz sobre “experimentos” culturales insertados desde el vamos en un fuera de foco: “territorios minados por la inestabilidad de la política y la cultura, la construcción de zonas ciegas, que requieren de nuevas formas de percepción para ser visualizadas.” No obstante, los casos abordados en “El país de la estética” gozan de luz propia (el cine de Lisandro Alonso, La novela luminosa, de Levrero) y otros, además, de reflectores (Estación Pringles , el proyecto editorial Eloísa Cartonera) que contradicen o ponen en jaque tal postulación: “El país del desacuerdo, no es otro que el territorio donde se confrontan la cultura, la política y la estética, y en esa confrontación se construyen las zonas ciegas, sin control, donde los experimentos se radicalizan.”
He dicho –en el primer acápite– “racionalidad psiconalítica”, y la mención no es casual. En El inconsciente estético (2001) el filósofo Jacques Rancière desnaturaliza el modus operandi del psiconálisis freudiano al poner en evidencia la “racionalidad estética” (inconsciente) sobre el que esa ficción se asienta, extremando así la demanda de una noción de autoría fuerte, ya postulada en su libro En los bordes de lo político (1998). La asunción de un lugar de la crítica autollamada a morigerar una falta o carencia supone una noción de autoría débil, que poco tiene que ver con ese primer desacuerdo del que nacería la política –y la estética. 

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