"El cortejo caníbal", por Natalia Gelós

El Ángel Negro. Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial, de Rodolfo Palacios. Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2010, 272 páginas.


Tenía diecinueve años y mató a once personas. Vivió más de la mitad de su vida en prisión y la libertad se le hizo un gusto diluido con los años, hasta volverse fantasma, hasta ser su sueño eterno, su pesadilla. En el sur de la pampa seca, en el penal de Sierra Chica, donde años atrás los Doce Apóstoles jugaron al fútbol con la cabeza de un muerto, el Ángel Negro, Carlos Eduardo Robledo Puch, pasa sus días y recibe a Rodolfo Palacios, que intenta armar su perfil, contar su historia, la de uno de los asesinos que más marcaron a la sociedad argentina.
El espíritu caníbal los sobrevuela a ellos, entrevistador y entrevistado. Cuando la relación es periodista/asesino múltiple, eso no cambia. Se acentúa. En El Ángel Negro, Rodolfo Palacios se enfrenta a Carlos Robledo Puch. En el prólogo, Jorge Lanata habla de un juego de seducción, un cortejo que tiene como último objetivo desnudar al otro, alcanzar su entrega. Sin embargo, el ida y vuelta entre Palacios y Robledo Puch muchas veces se muestra más como un cuidadoso baile psicótico, en el que cada uno espera que el otro muestre su punto débil para atacar, para devorarlo. En definitiva, la seducción y la caza no se ubican tan lejos. No son tan extrañas. Así azota en la memoria el juego entre asesino y periodista por excelencia, el que hizo historia: el ida y vuelta entre Truman Capote y Perry  Smith, uno de los dos asesinos de la familia Clutter que le permitieron al hombrecillo siniestro y genial de la literatura norteamericana apropiarse del término non fiction y escribir A sangre fría.
Más allá de la innegable rigurosidad de la investigación, lo que resulta interesante en este libro es la posibilidad de presenciar escenas que recuerdan al proceso de realización de A sangre fría y que se describen en la biografía que Gerard Clark hizo sobre Capote. En el detrás de escena de su obra, el norteamericano enumeró situaciones que también aquí, en este juego de a dos entre Puch y Palacios, se suceden con gran similitud: Las cartas del asesino al periodista (cuarenta y cinco envió Robledo Puch a Palacios, algunas incluso con dibujos dedicados; y eran variadas y plagadas de dibujos las que enviaba Perry a su escritor estrella), la perseverancia en negar las muertes de las que se los acusan, la intención de gustarle al otro, la mirada sigilosa, la posibilidad de traición por parte de ambas partes, la palabra amistad como promesa o amenaza. La muerte y el poder como dos testigos que, obstinados, respiran en la nuca de los dos que integran este juego. Consciente de que esa relación con Puch no podría ser obviada, que se constituiría en un foco de atención, Palacios opta por la inclusión de la primera persona. Y la elección funciona.
En El Ángel Negro no predomina lo literario, sino que se pone al servicio de lo periodístico, en un lugar discreto. Aquí lo que se destaca es la investigación: el trabajo de recolección de datos, la tenacidad de esas visitas al penal de Sierra Chica, la búsqueda de personas que hayan sido parte de su historia, los familiares de las víctimas. Con una prosa cuidada, sobria, página a página Palacios muestra a su Robledo Puch, al que desde una silla incómoda de la sala de reuniones del servicio penitenciario, decide mostrarse, decide jugar.
Y a lo largo del trabajo no sólo se desprenden los distintos climas de época que acompañan esta historia que comenzó en 1972, con los asesinatos; también aparecen adyacentes los ambientes que circundan a los personajes, el penal, el pueblo de Sierra Chica, donde éste funciona como motor de la vida local. Hacia allí fue el periodista, en un trabajo que le llevó años y que buscó humanizar a quien los diarios definían como “el monstruo”.  Al encarar un personaje como Robledo Puch, Palacios tiene tantas ventajas como dificultades. Por un lado, sabe que cuenta con un protagonista atractivo. Todos amamos a los asesinos. Más si son múltiples. Más si figura entre los grandes homicidas nacionales, junto a Yiya Murano, junto al Petiso Orejudo (aunque Puch odie la comparación). A su vez, ese lugar de exposición genera múltiples visitas a lo largo de su historia, entonces, ¿qué decir? ¿qué agregar? Pues el periodista se las ingenia, asedia a su presa, incluso festeja con él su cumpleaños, y arma un perfil. Y lo expone.
Peronista con brotes místicos, sociópata, falto de cariño, solitario, verdugo, víctima, de a ratos superstar. Así lo muestra. Así se muestra en el capítulo final, en ese monólogo de Robledo Puch, armado con las cartas que él le escribió a su biógrafo. Palacios denuncia, además, las torturas a las que fue sometido Puch en nombre de una posible cura, muestra su pasado, su infancia, su frustrado futuro de pianista. Con oficio y humildad, el autor arma un texto honesto y claro. Y en el baile caníbal consigue respirarle en la nuca a Robledo Puch, que no confiesa, pero se desnuda.

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